lunes, 4 de junio de 2012

DAVID BOYLE Y LAS TRAMPAS DE LA FATALIDAD




No puedo ver Río místico (Clint Eastwood, 2003) sin sentir cierta ansiedad ante el personaje de Dave Boyle (Tim Robbins). Todo hubiera sido más fácil o al menos no tan complicado si hubiera dicho la misma mentira cada vez. Pero él no es responsable de su estabilidad, sabemos de la tragedia que lo persigue desde su niñez. Es un ser atormentado por los fantasmas de su pasado y en eso reside su inestabilidad.

Jimmy Markum (Sean Penn) sugiere en algún momento que está loco. Y aunque es la explicación más simple, parece ser la más cierta. El aspecto más importante de su esencia como personaje, sin embargo, es la fatalidad que persigue su vida. He visto muchas veces Río místico y llevo un tiempo dándole vuelta a la idea de que como personaje, Dave Boyle es uno de las propuestas más trágicas de que tengo noticias.

Sabemos, por Sófocles y Shakespeare, que el héroe trágico, ese ser humano acorralado por el destino, desconoce las consecuencias de sus acciones hasta el desenlace. En el caso de Dave, el final es el punto en el que menos sentido tienen las consecuencias de sus acciones.

Al principio del film, en el prólogo de hecho, sabemos todo lo que debemos saber de la víctima. Los detectives van descubriendo para sí algo que ya sabemos. Tan sólo nos muestran como novedoso algunos datos que les (y nos) ayudan a saber quién es el asesino y que apenas si demoran un par de minutos en revelarnos. El guión está pensado más para tenderle una trampa a David Boyle. En que las versiones que da de la herida en su mano apoyen las dudas de su esposa, en que su pasado tormentoso le dé sentido a un móvil inexistente, en que su coartada sea más culposa que las pruebas de su culpabilidad.

¿De quién es entonces la tragedia que nos cuenta Río místico? ¿De Katie Markum, la chica asesinada? ¿De Jimmy Markum? ¿De Celeste Boyle, la esposa de Dave? ¿De Brendan Harris, el novio de Katie? Todos han perdido algo y no obstante ninguno de ellos está tan atrapado por la fatalidad como Dave Boyle. Al contrario, todos se dirigen en una dirección que han decidido. David sólo quiere escapar de la que le tocó. Pero no puede. No se puede escapar de lo que no se controla.

La acción sigue varios cursos, todos orientados al mismo punto, y ese es un acierto de Clint Eastwood como director (me parece a mí que no lo suficientemente reconocido). Y aunque casi todos están equivocados, sólo uno termina en el río. Jimmy dice que en él se lavan los pecados, pero David Boyle no sabe que debe lavarlos, él sólo sabe que su vida está dividida en la niñez robada y los pedazos pseudo normales con los que intenta construir una vida corriente.

Pero lo más importante de todo es que el personaje de Dave nos enfrenta con lo inevitable y por eso quizás queremos cambiar sus versiones. Nos vemos ante en la necesidad de imaginar lo que hubiéramos dicho de haber estado en su lugar. De estar en el lugar de Sean Devine (Kevin Bacon), haber hecho más por controlar la ira de Jimmy. De ser Jimmy, de no haberle tendido un trampa tan descarada a nuestra propia ira. Es posible que Río místico, sobre todo, nos enfrente a los lobos que rondan la cabeza de David Boyle, de tantas maneras diferentes.

Río místico es una película compleja en la que cada pieza tiene un profundo valor referencial y por eso se nos cuenta con una fotografía opaca, casi nublada, que nos obliga a estar atentos. Sé que hay muchos temas y muchas posibles explicaciones, pero hoy que la vi de nuevo se me vino a la mente la idea de la fatalidad. He pensado que ésta, como el destino, sí existe... pero que sólo se revela cuando se cumple. El carro de los captores de Dave niño y el de los hermanos Savage son los cabos sueltos de un viaje que conducen a la misma trampa.

miércoles, 18 de mayo de 2011

ANATOMÍA DE UN ASESINATO, de Otto Preminger

La justicia como problema conceptual implica muchas más dificultades que como problema administrativo. En el segundo caso, las consideraciones son claras y tangibles, en el primero, enrevesadas y metafísicas. Si uno quiere entender cómo funciona un sistema legal, sólo debe intentar una incursión por él. Explicar, en cambio, las razones por las que sentimos un instinto de retribución ante el atropello o el crimen requiere de un seguimiento peligroso de la psiquis humana.

Si en el caso particular de El secreto de sus ojos introduje la idea de que Morales era un ser atormentado guiado por un sentido vengativo de la justicia, dejaba fuera de la cuestión, deliberadamente, lo concerniente a la idea del sistema legal como un ente falible. En el cine, la justicia se presenta en esos dos planos: 1) el impulso válido de un personaje por hallar retribución y 2) un tribunal [en el sentido amplio] que obstruye o facilita esa retribución.

En el primer caso, la intención de la película es que nos identifiquemos con quien persigue la justicia, aunque eso implique hacerlo con un personaje negativo. Por ejemplo, Payback (1999), de Brian Helgeland con Mel Gibson. En el segundo, se trata acerca del sistema judicial y de los hombres y mujeres que ejercen la justicia burocrática. Podríamos mencionar Cuestión de honor (1992), de Rob Reiner con Tom Cruise y Jack Nicholson. Lo importante aquí es que valoremos cómo los abogados logran sobreponerse a un juzgado adverso o cómo la causa es superior a todos los elementos en contra. En el nombre del padre (1993), de Jim Sheridan, y Amistad (1997), de Steven Spielbierg, enriquecen los ejemplos al respecto.

Lo interesante con Anatomía de un asesinato (1959), de Otto Preminger, es que aun cuando parte de los elementos que caracterizan a las películas sobre tribunales al final sólo subsiste una máxima fría y práctica: No es lo que sepas, es lo que puedas probar. Para Otto Preminger el dilema no es si el teniente ha cometido un asesinato justificado o no. Su propuesta se basa en la capacidad del abogado defensor de convencer al jurado (y a nosotros como espectadores) de que así fue.

En las películas con características similares que pudiéramos enumerar aquí, los directores usan una técnica muy obvia para indicarnos cuál es la parte que ellos quieren que gane: Nos presentan a buenos y malos, sin ningún disfraz, como en los dibujos animados para niños. El bueno es un chico honesto y noble que lucha porque la justicia satisfaga al público y triunfe la Verdad (complicada palabra cuando se habla de justicia). Los malos, por su parte, son arrogantes, innobles, corruptos, con una perenne sonrisa maligna que nos hace decirnos: “Este tipo tiene que ser culpable”. Philadelphia, de Jonathan Demme, con Tom Hanks y Denzel Washington; Huracán, de Norman Jewison, también con Denzel W., nos muestran ambos casos.

En Anatomía de un asesinato podríamos decir que se mantiene este enfrentamiento de “bueno Vs. malo” entre los abogados. Paul Biegler, interpretado magistralmente por James Stewart, es el defensor, un hombre simple, más interesado por la pesca que por pagar las cuentas, amigo fiel y un caballero con las mujeres. Claude Dancer (George C. Scott), es el fiscal del estado. Su papel inicial es supervisar a Mitch Lodwick, el fiscal de distrito que lleva el caso, pero poco a poco nos damos cuenta de que es quien en realidad lleva el caso. Es un tipo arrogante, pomposo, teatral… “sobrado”, coloquialmente hablando, inevitablemente insoportable. Biegler es melodramático y manipulador, pero en cambio es de nuestro agrado, quizá por todas sus otras cualidades.

La diferencia fundamental de la Anatomía… con otras películas sobre la justicia radica en los personajes que se supone deberían constituir el bando de los buenos: El Teniente Frederick Manion, a quien defiende Biegler de la acusación de homicidio en primer grado; y su esposa, Laura Manion, la manzana de la discordia por quien el teniente ha asesinado a un hombre.

La cuestión es que Laura Manion luego de una noche de copas regresa a su casa alegando que ha sido violada por el dueño del bar, ante lo cual Frederick Manion toma venganza, dando muerte al responsable. Hasta aquí todo parece simple y justo. Sin embargo, poco a poco estos dos personajes empiezan a parecernos sospechosos: Él es demasiado calculador y arrogante como para que nos agrade. Ella es coqueta, imprudente y libertina, a tal punto que no nos permite confiar en su palabra. De esta manera, el alegato de defensa de que ella ha sido violada y que él mató al presunto agresor en un ataque de locura es poco convincente. Pareciera como si los hechos se encargaran de mostrarnos que ella ha consentido estar con el occiso y que ante el temor de que su esposo se entere alegara la violación y que Frederick víctima ya de otras infidelidades, presa de los celos, descargara primero su ira contra su bella esposa (le deja un ojo morado) y luego contra el hombre.

Aquí nos encontramos ante un dilema como espectadores: ¿Están diciendo la verdad los esposos Manion o es una treta para salir bien librados del crimen que los involucra? La actuación de Ben Gazzara en el papel de Frederick nos persuade de que en modo alguno pudo estar temporalmente loco cuando cometió el asesinato. Lee Remick como la “resbalosa” Laura nos hace pensar que tal vez la violación nunca existió. ¿Ante qué estamos entonces? ¿Un crimen “justo” o uno pasional como tantos otros?

La película nos da tantos indicios para pensar una cosa como la otra. Por supuesto, el enfrentamiento de Biegler y Dancer nos hace inclinarnos por la pareja, pero es inevitable que subsista la duda sobre la inocencia de Frederick o la sinceridad de Laura. Es la simpatía de Biegler lo que los pone a salvo de nuestro juicio condenatorio. Queremos que gane Biegler, pero no por Frederick y Laura, sino por Biegler, porque él nos parece el bueno, lo justo. Y de eso se trata la justicia administrativa, la mayoría de las veces: Lo justo no es necesariamente lo verdadero, es lo que nos gusta, bien porque no podamos probar lo contrario, bien porque sea la opción menos complicada. He ahí lo grandioso de la Anatomía de un asesinato.

En Tiempo para matar, de Joel Schumacher, con Samuel L. Jackson y Matthew McConaughey, se nos muestra a un padre que decide “hacer justicia” sobre quienes violaron a su hija. El argumento básico es similar, pero en ésta no nos dejan suponer si la violación realmente ocurrió o no, nos la enseñan con todo lo que de odiosa, repulsiva e indignante tiene. Hasta el más reacio condenador de la pena de muerte se convence en los primeros cinco minutos de que los criminales merecen morir por su acción y a los quince minutos de que el padre debe ser absuelto por matarlos. Es decir, no es una película que ponga en duda el valor de justicia que tenemos. Al contrario, refuerza la noción de “ojo por ojo” que tanto nos seduce, porque primero nos muestra lo monstruoso de los malos y después la nobleza del bueno. Es imposible que alguien se vea identificado con los violadores neonazis, drogadictos y borrachos que atacan a la pequeña niña negra; es imposible que alguien no entienda la sed de venganza del padre. La película también nos chantajea haciéndonos llorar para que aceptemos un final feliz y por ello le estamos agradecidos.

Anatomía de un asesinato no sólo no nos da todas las piezas del rompecabezas, sino que además se regocija confundiéndonos, como hace la vida. Nos pone el abogado simpático con un matrimonio odioso y a un abogado desagradable con un hombre que ya no puede defenderse por sí mismo. De hecho, nunca conocemos al presunto agresor de Laura, sólo tenemos una imagen de él por lo que dicen terceros, y las opiniones varían. Siempre estamos ante un conflicto porque la película nos manipula con la actuación de Stewart, quien a su vez manipula al jurado y al juez de una manera ingeniosa, que no quiero describir para no malograr más su apreciación del filme.

Nuestra noción de justicia toma aquí una importancia especial. No es lo que sucede con las películas en que tomamos parte por un personaje negativo, porque al fin y al cabo en esas películas aunque todos sean malos uno de ellos ha sido víctima de una mala jugada o lleva adelante una empresa que puede parecer justa, como en Payback o Ocean’s Eleven (La gran estafa), así que de todas maneras estamos ante lo que para nosotros es lo justo: Que le regresen sus 70 mil dólares a Porter; Que Danny Ocean y sus amigos triunfen ante el frío y millonario Terry Benedict. En la Anatomía… tenemos que aceptar que la justicia es un valor relativo y personal, que depende en gran medida de lo que estemos dispuestos a creer y aceptar, pero también de lo que nos muestran.

Al terminar la última línea, pienso en un capítulo de Los Simpson en el que Homero es acusado de acoso sexual por una niñera. Nosotros sabemos que no es cierto, su familia también, pero la televisión lo presenta como un depravado que se aprovecha de una chica inocente tantas veces que su familia en un momento duda de él. Por cierto que hasta una película se rueda tergiversando los hechos para vender la imagen negativa de Homero. El final es mucho más elocuente: Willy el conserje salva a Homero con un vídeo aficionado que hace durante una de sus rondas nocturnas para espiar a las parejas y poco después de eso Willy es presentado de la misma manera que Homero poco antes y éste que ha sido beneficiado por la insana práctica de Willy sólo atina a decir: “Ese hombre está enfermo”. Marge le recuerda que Willy lo salvó y Homero dice: “Pero, Marge, escucha la música [siniestra]”.

Quizá el ejemplo sea tonto, pero a mí me parece que ilustra esa relación que tiene la justicia “legal” con lo que se nos muestra acerca de lo que debemos juzgar. Los Simpson no hablan de la justicia, sino de la manipulación que hacen los medios para vender y al final no debemos elegir entre Homero y sus detractores. Homero es odioso y así nos gusta, por ello nos gusta. Pero en Anatomía del crimen, donde nos decidimos por la causa de un abogado encantador que defiende a un homicida desagradable, existe la misma manipulación y la aceptamos como la decisión correcta de la justicia administrativa. Preminger consciente de nuestra elección, al final de la película se burla de Biegler (y de nosotros) haciéndolo víctima de Frederick. Biegler sonríe, porque a él eso no le interesa mucho. Nosotros reímos con Biegler, porque no nos queda otra opción. La justicia después de todo es “una institución humana”.



lunes, 15 de noviembre de 2010

EL SECRETO DE SUS OJOS, de Juan José Campanella

Hace algunos meses vi El secreto de sus ojos, dirigida por Juan José Campanella y protagonizada por la bella Soledad Villamil y el talentoso Ricardo Darín. Me pareció una película realmente buena, aunque no por las razones que da Campanella en sus comentarios, sino porque la química que desborda la pareja principal junto a un elenco bien seleccionado pudo aprovechar al máximo unos recursos técnicos de primer nivel. No quisiera ahondar en esos detalles, más bien mi propósito es plantear algunos aspectos que destacan en la genial factura de esta película.

Primero el argumento. Benjamín Espósito (Ricardo Darín) es un funcionario jubilado del sistema de justicia en la Argentina, quien con la intención de escribir una novela recuperará los recuerdos de un caso en particular, ocurrido en los tiempos de la tercera presidencia de Perón (los 70): la brutal violación y asesinato de la joven maestra Liliana Colotto. Con este hecho como eje central se van desarrollando una serie de tramas periféricas en las que Espósito se enamora de su nueva jefa, Irene Menéndez-Hastings (Soledad Villamil), entabla una identificación emocional muy fuerte con la gran pérdida de Ricardo Morales (Pablo Rago), viudo de Liliana; y saca adelante su amistad con Pablo Sandoval (un excelente Guillermo Francella). Seguro encontrarán una mejor exposición del argumento en cualquier otra página, yo sólo quiero plantear el panorama general de la historia.

El parentesco con el cine de Hollywood

A diferencia de lo que ocurre con la generalidad de las películas latinoamericanas, que en su afán de hacer más atractivo un guión lo cargan de varias historias no siempre dependientes entre sí, el trabajo de Eduardo Sacheri y Campanella (guionistas de El secreto…) funciona muy bien, en parte porque se apegan a ese modelo estadounidense que yo llamo convergencia temática: todas las historias cumplen un papel para armar la historia central. No es fácil, pues, separar alguna de las partes de lo que ocurre en la película para explicarla por sí sola, ya que tendría por fuerza que explicar las otras dos o tres que la rodean.

En este caso, los rasgos de la escuela hollywoodense no son negativos, contribuyen en gran medida a que el experimentalismo o la novedad no irrumpan con grosera estatura para arruinar una historia interesante. De hecho, un elemento que podría chocar, como la sempiterna historia amorosa, une los cabos de principio y fin con una sutileza refrescante que casi podríamos agradecer. En cualquier otro caso, los finales posibles de la película pudieron ser sórdidos o innecesariamente crueles, al estilo de los tiroteos en los que todos mueren y la chica sostiene en el regazo a su hombre moribundo.

También se incluye una persecución, como en toda película “gringa” que se respete. Tiene un buen desarrollo, una música acorde y hasta el suspense de éxito o fracaso que necesita una buena persecución. Además incluye un guiño novedoso que resulta muy atractivo: la secuencia se da sin cortes visibles y sin un disparo o explosión.

Por último, el guión se libra de excesos para que podamos dividir en dos el desarrollo de la trama: la condena del asesino de Liliana y la historia de amor entre Irene y Benjamín. Esto provoca que en algunos momentos lleguemos a pensar que se trata de dos historias que se mantienen unidas por un hilo bastante frágil. Pero, como se dijo antes, este cuadro de amor tiene su propósito y al final comprendemos que la unión entre los personajes principales es el reflejo de la truncada relación entre Ricardo y Liliana. Muchísimas películas usan este recurso y ya es tan común que ni siquiera lo tomamos como una parte importante sino como parte de la escenografía.

Justicia y retribución

El punto novedoso (que no debería faltar en ninguna película) es el tratamiento que da a la justicia. No tengo espacio, palabras ni capacidad intelectual para resumir aquí los valores de la justicia desde un punto general en el cine. Algo al respecto pretendo decir en otra entrada dedicada a la Anatomía de un asesinato, de Otto Preminger; pero, el caso es que mientras que la mayoría de los filmes comerciales plantea la muerte como el castigo idóneo para los culpables de homicidio, El secreto… se decanta por todo lo contrario: La pena de muerte es el más generoso premio para el crimen. En consecuencia Ricardo Morales no quiere semejante fin para quien le ha arrebatado todo.

Pero ¿por qué es la muerte la salida que nos ofrece el cine comercial? Porque es la más fácil. Nos libera como espectadores de la incertidumbre de un futuro siniestro. Nótese que la mayoría de las películas en las que sobrevive de alguna manera el villano, regresa en una secuela más malvado que nunca. El cine comercial, cuando no tiene la intención de amasar una fortuna explotando el mismo argumento, zanja la cuestión eliminando para siempre ese factor negativo.

Campanella, en cambio, no tiene intención de otorgarnos ese pasaje tan fácilmente. Nos enfrenta con la verdad: “La justicia es la venganza vestida de etiqueta”, como dice Otrova Gomas. Hacer justicia por tanto es un acto de autoconfinamiento, es la renuncia a todo para llevar a cabo la condena. Cuando descubrimos al final de la película que Ricardo ha pasado los últimos 25 años de su vida teniendo prisionero a Isidoro Gómez, asesino de Liliana, comprendemos sus palabras: “¿Qué gano yo metiéndole cuatro tiros? No, que viva. Que vida para que vea cómo es su vida llena de nada” (cito de memoria, disculpen las erratas).

Ricardo obviamente es un personaje que se ha quedado sin otro propósito en la vida que el de hallar retribución por la muerte de su esposa. Sólo Benjamín, en los marcos de la película (y la novela), puede entender su obsesiva necesidad de justicia como un acto de amor. Aunque su amor por Liliana es innegable, sus actos son una venganza, elegante como todas las venganzas justas, pero una venganza al fin. Planeada con detenimiento y llevada a cabo durante 25 años. La fugacidad del descubrimiento de su forma de hacer justicia nos salva de ver la tenacidad de su odio. Tal vez ni siquiera alcanzamos a verlo, porque la gran actuación de Pablo Rago y el guión por sí mismo no nos permite simpatizar con Ricardo Morales. Su presencia en la película apenas muestran a un hombre adusto, que deja entrever sus emociones de soslayo.

Ante este personaje y la crudeza de su justicia sólo podemos sentir estupor. Porque para él no hay otra justicia y para nosotros la suya es inconcebible. Estamos de acuerdo con Ricardo y su manera de afirmar sus palabras con hechos nos hace tomarlo en serio, pero también nos sobrepasa. Si el cine comercial nos libera de todo compromiso, El secreto… nos planta en la silla durante unos segundos que valen 25 años. La verdadera justicia es una retribución de valores; para Ricardo es la nada como condena. (Isidoro Gómez no le pide a Benjamín que interceda por su libertad, ¡le pide que por lo menos le hable!). Y de no ser por la dulce escena del final, estaríamos atrapados por nuestra propia convicción de que quizá la mayoría optaríamos por los cuatro disparos liberadores.

martes, 15 de junio de 2010

LA PASIÓN QUE NOS INCLUYE



El fútbol es la épica de nuestro tiempo

Ulises Dumont en Yepeto


No estaba del todo convencido. En realidad siempre tengo mis reticencias con algunas películas cuando el vendedor la ofrece como un buen título. Pero por razones que no vienen al caso vi Offside (آفساید), una película iraní estrenada en 2006, ganadora del Gran Premio del Jurado en el Festival de Cine de Berlín de ese año, cuyo argumento viene de perlas en estos días de mundial futbolístico.


El argumento es sencillo pero de una gran repercusión: Como a las mujeres iraníes se les prohíbe asistir a los estadios de fútbol, muchas deciden disfrazarse de hombres para poder entrar. Por supuesto, las hay más expertas en el arte del disfraz que otras y, por ello, hay que las que pasan y las que no. Offside trata sobre un grupo de estas mujeres que por distintas razones son detenidas por esta infracción.


El director, Jafar Panahi, pudo haberse decidido por una crítica melodramática y descarnada de la situación; uno de esos discursos panfletarios sobre la libertad de las mujeres o el régimen totalitario del islam. Por suerte, su intención parece ser otra. Se trata de esto en alguna medida (sería imposible evitarlo con semejante argumento), pero también se trata del fútbol y su profundo valor para los países donde se lo practica (la mayoría, valga decir).


En lo particular prefiero el béisbol, pero sería un idiota si no reconozco que con mucho el fútbol ocupa un lugar especial en las preferencias deportivas del grueso del mundo. Tiene una especie de atracción a la que pocos no habrán sucumbido. Es como reza el epígrafe de estas líneas: “La épica de nuestro tiempo”. Y no es una exageración. Indro Montanelli, un periodista e historiador italiano, quien dejó una importante obra sobre varias de las culturas de la antigüedad, siempre se cuida de comentar la semejanza que tienen las justas del balompié actuales con los sanguinarios torneos circenses o las pacíficas olimpiadas de Roma y Grecia, respectivamente. Sobre todo en aquello de cuanto gira la vida de las personas en torno de sus equipos y las estrellas que los conforman.


Offside capta esto sin muchos aspavientos. Es un filme modesto que logra calar las emociones de sus personajes en el espectador. No cuenta con un gran reparto en nombre, pero sí en talento, ¿ya que demuestran tener un poder de convencimiento histriónico altísimo? no Porque en la sencillez de sus actuaciones uno puedo sentirse identificado con su pasión.


Cada una de las mujeres está allí por el partido que puede dar el pase a Irán para el mundial Alemania 2006 y con ello en mente, nada más importa. Tendría que contarles uno por uno sobre cada personaje si quisiera darles una idea clara de lo que pasa en una trama que se desarrolla como si estuviera contada por uno de sus protagonistas, pero sin caer en el fastidioso Dogma 95. Como sería aburrido y molesto eso, les hablaré de los cuatro que más me llamaron la atención.


Un hombre mayor y ciego que aparece en el inicio de la película, involucrado en una discusión con otros hombres que viajan en un autobús para ver el partido. Al mejor estilo de los directores el Medio Oriente, la disputa no tiene un preámbulo. De repente estalla una algarabía mayúscula que incluye a casi todos los pasajeros del bus y ante ello el conductor decide abandonar su puesto y buscar a la policía. La posibilidad de llegar tarde al juego persuade a los de la pelea para que se calmen y convencen al hombre de que regrese al volante. Se escucha cuando uno de los hombres reconoce su culpa y de inmediato estamos ante al hombre mayor.


Le preguntan por qué se arriesga a ir al estadio si bien puede quedarse en casa para “ver” el partido de forma más cómoda. Él responde: “En el estadio es diferente. Gritas, cantas, estás con la multitud. Pero lo mejor de todo, puedes maldecir a todo y a todos, decir lo que quieras y nadie te molesta”.


No estoy muy de acuerdo con eso de ir al estadio a maldecir como forma de aupar un equipo, pero la gran mayoría de los asistentes a los partidos que he ido dicen obscenidades cada dos segundos. No sé si nuestro país necesite de estos momentos para desparramarse en insultos, pero entiendo que en muchos otros, como el Irán de Offside, se justifica perfectamente: Deben tener un lugar para desahogarse de tantas prohibiciones. El fútbol tiene la particularidad de permitir muchas cosas y mover a situaciones de una exaltación liberadora. Es el recurso mundano en el que se encuentra los medios para dejar salir cuanto se desee. Puedes odiar, sufrir, amar, gritar, maldecir, celebrar hasta el paroxismo (esa exaltación extrema) sin que por te consideren un loco.


Ese hombre ciego que va al estadio por esa libertad resume eso.


De las chicas que constituyen el eje de la trama, quisiera hablarles de dos. La primera de ellas un personaje más bien masculino, fanática contumaz a la que sólo le preocupa el partido y su resultado. No titubea, no se arrepiente y, salvo un momento de conversación con uno de los soldados que les custodian, su apremio por estar al tanto del partido es su único móvil. Aunque durante esa charla el tema es por qué no se les permite entrar a las mujeres a los estadios, lo que como se ve mantiene la atención en el fútbol.


La segunda de ellas es más arriesgada e ingeniosa: se viste como soldado y logra sentarse por un momento en el palco de los oficiales del ejército hasta que es descubierta. Se la lleva esposada con las otras y así permanece durante toda la película. Tiene una actitud irreverente, altanera, provocadora. Es alegre, vivaz y de ello impregna a todo el grupo hasta el momento en que se las va a trasladar a la unidad antivicio (que supongo ha de ser algo así como un Tribunal del Santo Oficio islámico). Antes de subirlas al autobús que las llevará, ella pide que le quiten las esposas, pero el oficial le hace notar que por haber usado un uniforme militar su caso no es tan sencillo.


Entre la emoción del juego y los contratiempos de su aprehensión no ha tenido tiempo para pensar en su suerte, tan sólo se preocupa del resultado del partido y la emoción de haber estado en el palco de los oficiales, pero cuando la conexión con el juego se corta ella vuelve a su realidad, rompe en llanto y preocupación. El fútbol también es una evasión, pero una de esas evasiones que termina para algunos y algunas en la línea que separa sus vidas de la pasión. Si para la chica anterior el fútbol es el eje de su vida, para esta chica vestida de soldado hay un límite en el que debe regresar. Por suerte para ella, la otra chica la ayuda a volver al mundo en que el mayor problema son los últimos tres minutos del descuento.


Pero también existe el otro lado. El soldado con “los pies en la tierra” a quien el partido sencillamente no le importa. Tiene problemas verdaderos, la madre enferma, el huerto y el ganado que atender. No entiende por qué para las mujeres es tan importante ir a un partido cuando a él sólo le preocupa su vida antes y después del partido. Cuando intenta explicar por qué las mujeres no deben entrar en el estadio, no es mucho lo que tiene para decir: no es un lugar apropiado para ellas, no quiere hablar de eso, sigue preocupado.


Es un hombre, pero también está sujeto a esa ley ridícula, que le obliga a custodiar a unas mujeres que se empeñan en su libertad de apoyar a la selección nacional. Es quizá la manera en la que el director nos plantea que en las sociedades totalitarias el brazo del poder es víctima de su propia necesidad de prohibir. Para las mujeres es una restricción bárbara en la que se ven sumidas, pero el también es un campesino que se ve prisionero de su “deber”, uno tan estúpido e innecesario como la ley que lo crea.


Pero lo importante no es esto, sino que en él vemos como opera la atracción del fútbol. Esa pasión que lo rodea y se desarrolla como al margen de su atención, empieza a ejercer su atracción sobre él y vamos viendo su lento pero inexorable comunicación con la emoción de los hinchas. Al igual que la película, él es modesto, sencillo y desinteresado, por eso se lo puede percibir como el mejor ejemplo de por qué las mujeres reclaman su derecho a asistir al estadio.


El fin cae de forma abrupta, casi de improviso y con algo de desorden. En las calles se celebra el triunfo de Irán y su pase a la final, la celebración estalla dentro del autobús y todos se dejan llevar por ella y lo que al principio nos pareció que era la visión de un testigo presencial, la cámara que nos narra, se descubre como lo que en realidad es: nosotros mismos a quienes el director ha decidido incluir como un hincha más que va al estadio para asistir con estas mujeres a su lucha y a su pasión, que son la misma cosa.




martes, 27 de abril de 2010

"IKIRU", DE AKIRA KUROSAWA (y PARTE II)


Con la última afirmación no quiero reducir las posibilidades de la película. Es simplemente el eje central de la narración. También es el punto de partida para la atmósfera claramente crítica de la obra de Akira (de quien se celebró el pasado 26 de marzo el centenario de su nacimiento).


Lo obvio es el fuerte efecto corrosivo de la vida ofinesca en el Japón que empezaba a reconstruirse después de la Segunda Guerra Mundial, la terrible plaga que significa la burocracia en cualquier parte del mundo y lo corto de la vida humana. En el que pareciera ser el momento más emotivo del film, Watanabe (Takashi Shimura, el mismo líder de Los siete samuráis) interpreta una emotiva canción acompañado por un pianista en medio de la juerga de un bar que ilustra este último aspecto y cierra filas sobre cualquier interpretación fallida. Los presentes van apagando su bulla mientras la melancólica voz del anciano deja sentir sus tristes acordes. De ahí en adelante, dos cosas dominan la película: la tristeza y la esperanza.


No es tan sólo que Watanabe no haya hecho nada con su vida, que haya estado aferrado a un trabajo seguro aunque inútil y que la mayor de sus alegrías fuera recibir, después de treinta años, un frío reconocimiento. Se trata también de que su hijo, al que dedicó sus mejores años y en quien se apoyó tras la pérdida de su joven esposa, apenas siente por él un pálido sentimiento de conmiseración. La vida de Watanabe, como lo deja traslucir las palabras de su cuñado, no sólo está vacía de propósito, también de afecto.


Descubrir su cáncer acentúa su soledad, su tristeza y el deseo de recuperar un tiempo que ya no volverá. Intenta hacerlo a través del dinero, en noches de fiesta y derroche. Pero ello son apenas ilusiones pasajeras, una salida en nada acorde con su edad y sus necesidades. El tono atrabiliario, caótico, de estas escenas en contraste con un Watanabe cansado, huidizo, desorientado ratifica la intención del director en dejarnos claro cuán extraño se siente el personaje en este ambiente.


Conocer de cerca a su antigua subordinada, tejer hilos de dependencia con su rústica juventud, aunque le proporcionan una vitalidad agradable y necesaria, también resulta una ilusión nociva. Más arriba dije que hay una escena en la cual él le confiesa que disfruta verla comer. Transcurre no por casualidad en un restaurant para jóvenes, algo así como una de esas cafeterías estadounidenses de los 50. Al otro lado del salón, un grupo de adolescentes celebran el cumpleaños de una de ellos. Para la acompañante de Watanabe la situación se torna incómoda, pues obviamente hay algo fuera de lugar: alegría, risas, diversión en los chicos, mientras ella comparte mesa con un hombre mayor, enfermo y profundamente triste, doblado sobre sí mismo además, como simbolizando con mayor énfasis la profunda pena que lo embarga.

Ante esto, ella cree oportuno aclarar las cosas. Ya le ha dicho que será la última vez que se vean. Sin embargo, siente que hay algo que agrega. En su sabia ingenuidad le dice a Watanabe, con otras palabras, que la vida hay que emplearla en disfrutar, en sacar provecho de cada momento. Al principio puede parecer un recurso melodramático, una moraleja fácil con la cual se pretende dar una lección. Si la chica llega a representar para él una forma de recobrar el gusto por la vida, la alegría, las energías, en este momento a través de ella misma se da cuenta de que su edad, su enfermedad, la muerte que le acecha exigen de él otra cosa. Quizá es la manera en que Kurosawa nos recuerda las palabras del Eclesiastés (3:1-15): “Todo tiene su tiempo”. Ya no está para fiestas nocturnas, para amoríos imposibles. Su experiencia, los años, le sitúan en otras responsabilidades, en otros disfrutes.


Concluyo esto movido en la sugerencia narrativa de que después de esta escena Watanabe vuelve a la oficina a retomar sus labores como Jefe y vuelve a enfrentar una situación inicial de la película: Un grupo de mujeres reclama por un bote de aguas negras que está afectando la salud de los niños. En el primer momento del film, las mujeres son enviadas de una oficina a otra con argumentos burocráticos, lo cual me recordó mucho La muerte de un burócrata, la genial película de Tomás Gutiérrez Alea. En el segundo encuentro, Watanabe decide resolver personalmente el problema. Sus compañeros le advierten que eso excede sus funciones y entonces él hace una pregunta que marca la completa superación de su estado de sumisión y desaliento: “¿Si no lo hacemos nosotros, entonces quién?”


Watabane muere más de treinta minutos antes de terminar la película. Queda una sensación extraña, debido a que una vez que ha salido de la oficina con el grupo de reclamantes pasamos a su funeral. Uno supone de entrada que su último acto fue el gesto de acompañar a las mujeres para así darles algo de esperanza. Lo cierto es que de allí en adelante, a través de varias analepsis (en inglés flashback) nos van reconstruyendo el monumental esfuerzo de su parte para conseguir que el lugar horrible y maloliente se convirtiera en un parque para los niños.


Este recurso tiene dos intenciones pienso yo: en primer lugar nos permite darnos cuenta de que llevar a cabo esta tarea significaba ir en contra de la burocracia, lo cual no es una tarea fácil. Tuvo que persuadir a muchos, convencer a otros, hostigar a varios y suplicar cuando fue necesario. Un claro ejemplo del conmovedor realismo de Kurosawa. Al igual que en la mencionada Los siete samuráis, no deja nada a las idílicas suposiciones, sino que enfrenta al espectador con el feo rostro de lo cotidiano.


La segunda intención de esta aclaración retrospectiva es que revela el verdadero sentido del título de la película: Vivir. En un primer momento, con Watanabe como eje de la narración central, nos deja claro que entregarse a la “vida loca” para recuperar el tiempo perdido es un engaño más nocivo que desperdiciar el tiempo en papeleos inútiles. Ahora a través del recuerdo de quienes lo conocieron, los mismos que le subestimaban, medio querían o simplemente despreciaban, Watanabe aparece reivindicado: enérgico y luchador, deja de ser la figura fría y melancólica rodeada de la tristeza y la muerte acechante. ¿Qué puede significar esto? Watanabe se proyecta como alguien que no sólo hace su trabajo para complacer a sus superiores, sino que ahora realiza sus funciones como ha de ser, para solucionar problemas. Si su vida, bajo las circunstancias que conocemos, habría de tener un sentido, ¿cuál mejor que el de darle una verdadera utilidad a su puesto? Vivir para Kenji Watanabe significa entonces tener un propósito.


Hay una escena conmovedora en la cual, estando terminado el parque, Watanabe una noche se mece en uno de los columpios solo bajo la nieve (la misma que aparece como imagen en la caratula). Canta nuevamente la canción del bar: “La vida es corta. Enamórate, querida doncella”. El mismo tono del bar, el mismo travelling usado allá para mostrarnos a Watanabe, aquí sobre el columpio, pero sin la tristeza, sin la mirada consumida por la desesperanza y la desilusión. Con los mismos elementos, Kurosawa replantea la atmósfera y no podemos sentir ya la conmiseración, la pena por el personaje, ahora sentimos una secreta empatía, porque ante nosotros hay un hombre que ha aprendido a vivir. El sugestivo contraste entre el columpio y la edad de Watanabe hace pensar en una inocencia recobrada, quizá también, en el regreso a un tiempo feliz.


En el funeral, los funcionarios de alto rango se acreditan los méritos por la labor de Watanabe, aunque las mujeres suplicantes muestren su respeto y agradecimiento por el fallecido. Una noble representación del agradecido espíritu de los humildes (de corazón, no de palabra). Los compañeros de Watanabe se embriagan y discuten sobre su memoria, y a medida que se suman los sakes, empiezan a comprometerse con el ejemplo de un trabajo sincero, una vida útil y el mejoramiento del mundo. Todo queda hecho palabras cuando a la mañana siguiente un nuevo caso de ayuda se aparece en la oficina y todos guardan silencio y agachan sus cabezas. El único que se atreve a levantarse con gesto imperioso para retar el sistema como lo hizo Watanabe debe sucumbir ante la soledad en que lo dejan y vuelve a su puesto avergonzado y derrotado. No sé si Kurosawa haya sugerido con esto que para vivir hace falta valor. Yo así lo interpreté.


Al final de la película, aparece el parque que consiguió Watanabe. Está lleno de niños que juegan alegremente. Desde arriba, en un puente con vista al parque, una figura les observa complacido, es casi una sombra, un contorno que nos permite suponer la fisionomía de Watanabe. De pronto empieza a alejarse y con sus pasos se funde en negro la pantalla. Es una correcta metáfora de cómo Watanabese se desvanece, pero su legado, la constancia de que ha vivido, perdurará durante mucho tiempo.