miércoles, 27 de enero de 2010

"IKIRU", DE AKIRA KUROSAWA (PARTE I)

Ikiru y La tregua: “El mismo cuento distinto”

Antes de hacer mi comentario sobre Ikiru quisiera introducir una comparación que me parece pertinente y que puede servir de punto de partida para un trabajo más profundo en el futuro.


No quiero afirmarlo como si fuera un hecho cierto. En lo que a mí respecta, las posibilidades son pocas. No obstante, alguien que me acompañó a ver Ikiru, me hizo notar que en muchas maneras la historia se conecta con la novela de don Mario Benedetti La Tregua y que, por tanto, es factible creer que el escritor uruguayo pudo haber tomado del filme japonés la base para crear su obra.


Cronológicamente, es posible, pues, Ikiru llegó a los Estados Unidos en 1956 luego de que se estrenara en Japón en 1952 y la Tregua se publicó en 1960. El obstáculo para esta teoría es que el propio Benedetti dice en una entrevista con María Esther Gilio que la historia de su novela surgió de un hecho verídico que le contó el jefe de la oficina en la que trabajó, por allá en 1945. Eso, por supuesto, no descarta que años después encontrara en la película del buen Akira el empujoncito que le hacía falta para terminar.


Pero no quiero ser irrespetuoso con don Mario, insinuando que adrede prefirió guardarse la influencia quién-sabe-para-qué, y me inclinaré por señalar cuán curioso resulta que en dos puntos del mundo, con unos pocos años de distancia, se estuvieran fraguando dos obras muy bien logradas sobre la vida y sus vaivenes.


En lo que coinciden y no

Kanji Watanabe, de Ikiru, es un empleado público viudo que ha dedicado treinta años de su vida a los engorrosos papeleos de la Sección de Ciudadanos y a la crianza, quizá excesivamente afectuosa, de su único hijo. Inesperadamente, le diagnostican una “úlcera leve”, que en realidad resulta ser cáncer estomacal. Con ello, como es lógico suponer, su vida da un vuelco y así empieza a considerar lo que ha hecho de ella.


Por su parte, el Martín Santomé, de La tregua, trabaja en una de las tantas oficinas públicas de un Montevideo en el que puede sentirse que no pasan muchas cosas. A pocos días de su jubilación, la vida se le va en unas cuantas rutinas y en la solapada hostilidad de una familia profundamente distanciada. Una viudez temprana, la aplicada dedicación al trabajo y la crianza de sus hijos han reducido al mínimo las opciones con que cuenta para los años de retiro.


Es fácil ver que la parte básica es la misma. Dos personajes que han dedicado su vida a la rutina laboral y a una frágil estabilidad familiar se enfrentan a un inminente final, ya sea de forma física (Watanabe) o simbólica (Santomé). Al principio, el pesimismo y la derrota se apoderan de su ánimo, pero con el devenir de los acontecimientos un elemento inesperado les devolverá parte de la fe, aferrándoles a la esperanza de una segunda oportunidad: la aparición de una joven mujer. Casualmente, ambos personajes conocen a sus respectivas mujeres en el ambiente de trabajo. Tal vez sea la manera en la que los autores, Kurosawa y Benedetti, ratifican el reducido contacto que tienen sus personajes con otros espacios sociales.


Wanatabe se fija en una chica más bien díscola, silvestre y pobre que harta del aburrido ambiente en la oficina de la Sección de Ciudadanos, pide la renuncia. Cuando ella le busca para que le firme el documento que, como en cualquier sistema altamente burocratizado, amerita de la rúbrica del jefe para tener validez, él se da cuenta de las medias rotas de ella. A partir de este detalle, y sin que ninguno de los dos se dé cuenta, se entablará una extraña amistad entre los dos. Progresivamente, Watanabe la obsequiará con pequeñeces y salidas a parques de diversión o a cenar.


Martín Santomé, pocos días antes de jubilarse, debe recibir dos nuevos empleados, una de ellos la interesante Laura Avellaneda. Es lógico que ella despierte rápidamente el interés de maduro jefe. Como decía antes, un hombre sin distracciones, propósitos o metas como Santomé sucumbe fácilmente ante la belleza y la libertad de una atractiva mujer soltera. Nace en él algo que he escuchado que llaman por allí amor otoñal.


Aquí empiezan las diferencias: Watanabe no busca la compañía de su joven ex empleada por tratarse de una atracción carnal, o por lo menos, es lo que el guión se empeña es dejarnos claro; mientras que en Martín Santomé el amor no sólo es un móvil claro, sino que constituye el eje fundamental de su historia.



En el caso del personaje japonés la compañía de la joven es una manera de estar cerca de esa energía y vitalidad de la cual el carece. De hecho hay una escena en la que, estando juntos en un restaurante lleno de jóvenes, Watanabe le confiesa que disfruta verla comer con el apetito que ella demuestra, pues, para él ese es un placer imposible. (Más adelante me detendré con más cuidado en este pasaje en particular). En cuanto a Martín Santomé, Avellaneda se convierte en la razón no sólo de su alegría, sino de sus nuevas ganas por vivir.



Esto quiere decir que mientras la historia de ambos personajes se centre en la vida de un hombre mayor que enfrenta su propio fin, el argumento se diferencia en que uno es una historia de amor cuando todo parecía perdido (Martín Santomé) y la otra el cambio de hábitos en un burócrata que creyó haber gastado su vida en vano.

(Continúa)