martes, 27 de abril de 2010

"IKIRU", DE AKIRA KUROSAWA (y PARTE II)


Con la última afirmación no quiero reducir las posibilidades de la película. Es simplemente el eje central de la narración. También es el punto de partida para la atmósfera claramente crítica de la obra de Akira (de quien se celebró el pasado 26 de marzo el centenario de su nacimiento).


Lo obvio es el fuerte efecto corrosivo de la vida ofinesca en el Japón que empezaba a reconstruirse después de la Segunda Guerra Mundial, la terrible plaga que significa la burocracia en cualquier parte del mundo y lo corto de la vida humana. En el que pareciera ser el momento más emotivo del film, Watanabe (Takashi Shimura, el mismo líder de Los siete samuráis) interpreta una emotiva canción acompañado por un pianista en medio de la juerga de un bar que ilustra este último aspecto y cierra filas sobre cualquier interpretación fallida. Los presentes van apagando su bulla mientras la melancólica voz del anciano deja sentir sus tristes acordes. De ahí en adelante, dos cosas dominan la película: la tristeza y la esperanza.


No es tan sólo que Watanabe no haya hecho nada con su vida, que haya estado aferrado a un trabajo seguro aunque inútil y que la mayor de sus alegrías fuera recibir, después de treinta años, un frío reconocimiento. Se trata también de que su hijo, al que dedicó sus mejores años y en quien se apoyó tras la pérdida de su joven esposa, apenas siente por él un pálido sentimiento de conmiseración. La vida de Watanabe, como lo deja traslucir las palabras de su cuñado, no sólo está vacía de propósito, también de afecto.


Descubrir su cáncer acentúa su soledad, su tristeza y el deseo de recuperar un tiempo que ya no volverá. Intenta hacerlo a través del dinero, en noches de fiesta y derroche. Pero ello son apenas ilusiones pasajeras, una salida en nada acorde con su edad y sus necesidades. El tono atrabiliario, caótico, de estas escenas en contraste con un Watanabe cansado, huidizo, desorientado ratifica la intención del director en dejarnos claro cuán extraño se siente el personaje en este ambiente.


Conocer de cerca a su antigua subordinada, tejer hilos de dependencia con su rústica juventud, aunque le proporcionan una vitalidad agradable y necesaria, también resulta una ilusión nociva. Más arriba dije que hay una escena en la cual él le confiesa que disfruta verla comer. Transcurre no por casualidad en un restaurant para jóvenes, algo así como una de esas cafeterías estadounidenses de los 50. Al otro lado del salón, un grupo de adolescentes celebran el cumpleaños de una de ellos. Para la acompañante de Watanabe la situación se torna incómoda, pues obviamente hay algo fuera de lugar: alegría, risas, diversión en los chicos, mientras ella comparte mesa con un hombre mayor, enfermo y profundamente triste, doblado sobre sí mismo además, como simbolizando con mayor énfasis la profunda pena que lo embarga.

Ante esto, ella cree oportuno aclarar las cosas. Ya le ha dicho que será la última vez que se vean. Sin embargo, siente que hay algo que agrega. En su sabia ingenuidad le dice a Watanabe, con otras palabras, que la vida hay que emplearla en disfrutar, en sacar provecho de cada momento. Al principio puede parecer un recurso melodramático, una moraleja fácil con la cual se pretende dar una lección. Si la chica llega a representar para él una forma de recobrar el gusto por la vida, la alegría, las energías, en este momento a través de ella misma se da cuenta de que su edad, su enfermedad, la muerte que le acecha exigen de él otra cosa. Quizá es la manera en que Kurosawa nos recuerda las palabras del Eclesiastés (3:1-15): “Todo tiene su tiempo”. Ya no está para fiestas nocturnas, para amoríos imposibles. Su experiencia, los años, le sitúan en otras responsabilidades, en otros disfrutes.


Concluyo esto movido en la sugerencia narrativa de que después de esta escena Watanabe vuelve a la oficina a retomar sus labores como Jefe y vuelve a enfrentar una situación inicial de la película: Un grupo de mujeres reclama por un bote de aguas negras que está afectando la salud de los niños. En el primer momento del film, las mujeres son enviadas de una oficina a otra con argumentos burocráticos, lo cual me recordó mucho La muerte de un burócrata, la genial película de Tomás Gutiérrez Alea. En el segundo encuentro, Watanabe decide resolver personalmente el problema. Sus compañeros le advierten que eso excede sus funciones y entonces él hace una pregunta que marca la completa superación de su estado de sumisión y desaliento: “¿Si no lo hacemos nosotros, entonces quién?”


Watabane muere más de treinta minutos antes de terminar la película. Queda una sensación extraña, debido a que una vez que ha salido de la oficina con el grupo de reclamantes pasamos a su funeral. Uno supone de entrada que su último acto fue el gesto de acompañar a las mujeres para así darles algo de esperanza. Lo cierto es que de allí en adelante, a través de varias analepsis (en inglés flashback) nos van reconstruyendo el monumental esfuerzo de su parte para conseguir que el lugar horrible y maloliente se convirtiera en un parque para los niños.


Este recurso tiene dos intenciones pienso yo: en primer lugar nos permite darnos cuenta de que llevar a cabo esta tarea significaba ir en contra de la burocracia, lo cual no es una tarea fácil. Tuvo que persuadir a muchos, convencer a otros, hostigar a varios y suplicar cuando fue necesario. Un claro ejemplo del conmovedor realismo de Kurosawa. Al igual que en la mencionada Los siete samuráis, no deja nada a las idílicas suposiciones, sino que enfrenta al espectador con el feo rostro de lo cotidiano.


La segunda intención de esta aclaración retrospectiva es que revela el verdadero sentido del título de la película: Vivir. En un primer momento, con Watanabe como eje de la narración central, nos deja claro que entregarse a la “vida loca” para recuperar el tiempo perdido es un engaño más nocivo que desperdiciar el tiempo en papeleos inútiles. Ahora a través del recuerdo de quienes lo conocieron, los mismos que le subestimaban, medio querían o simplemente despreciaban, Watanabe aparece reivindicado: enérgico y luchador, deja de ser la figura fría y melancólica rodeada de la tristeza y la muerte acechante. ¿Qué puede significar esto? Watanabe se proyecta como alguien que no sólo hace su trabajo para complacer a sus superiores, sino que ahora realiza sus funciones como ha de ser, para solucionar problemas. Si su vida, bajo las circunstancias que conocemos, habría de tener un sentido, ¿cuál mejor que el de darle una verdadera utilidad a su puesto? Vivir para Kenji Watanabe significa entonces tener un propósito.


Hay una escena conmovedora en la cual, estando terminado el parque, Watanabe una noche se mece en uno de los columpios solo bajo la nieve (la misma que aparece como imagen en la caratula). Canta nuevamente la canción del bar: “La vida es corta. Enamórate, querida doncella”. El mismo tono del bar, el mismo travelling usado allá para mostrarnos a Watanabe, aquí sobre el columpio, pero sin la tristeza, sin la mirada consumida por la desesperanza y la desilusión. Con los mismos elementos, Kurosawa replantea la atmósfera y no podemos sentir ya la conmiseración, la pena por el personaje, ahora sentimos una secreta empatía, porque ante nosotros hay un hombre que ha aprendido a vivir. El sugestivo contraste entre el columpio y la edad de Watanabe hace pensar en una inocencia recobrada, quizá también, en el regreso a un tiempo feliz.


En el funeral, los funcionarios de alto rango se acreditan los méritos por la labor de Watanabe, aunque las mujeres suplicantes muestren su respeto y agradecimiento por el fallecido. Una noble representación del agradecido espíritu de los humildes (de corazón, no de palabra). Los compañeros de Watanabe se embriagan y discuten sobre su memoria, y a medida que se suman los sakes, empiezan a comprometerse con el ejemplo de un trabajo sincero, una vida útil y el mejoramiento del mundo. Todo queda hecho palabras cuando a la mañana siguiente un nuevo caso de ayuda se aparece en la oficina y todos guardan silencio y agachan sus cabezas. El único que se atreve a levantarse con gesto imperioso para retar el sistema como lo hizo Watanabe debe sucumbir ante la soledad en que lo dejan y vuelve a su puesto avergonzado y derrotado. No sé si Kurosawa haya sugerido con esto que para vivir hace falta valor. Yo así lo interpreté.


Al final de la película, aparece el parque que consiguió Watanabe. Está lleno de niños que juegan alegremente. Desde arriba, en un puente con vista al parque, una figura les observa complacido, es casi una sombra, un contorno que nos permite suponer la fisionomía de Watanabe. De pronto empieza a alejarse y con sus pasos se funde en negro la pantalla. Es una correcta metáfora de cómo Watanabese se desvanece, pero su legado, la constancia de que ha vivido, perdurará durante mucho tiempo.